jueves, 1 de noviembre de 2012

Los santos: gente con sangre en las venas y no agua bendita


Los santos: gente con sangre en las venas y no agua bendita.

 

Homilía de la Solemnidad de Todos los Santos

Padre Prior José María.

 

Queridos hermanos y queridas hermanas:

 

Nos encontramos celebrando una solemnidad grande donde las haya; sin embargo, una solemnidad que, a nivel popular, no siempre se entiende bien, no siempre se valora. Hay muchísimas personas que en este día de Todos los Santos aprovechan para ir al cementerio y se confunde el día de Todos los Santos con el de Todos los fieles difuntos, celebrado un día después.

 

La solemnidad de Todos los Santos no tiene nada que ver con días de luto o con días de recuerdo o añoranza, ¡todo lo contrario! Este día pone nuestros ojos en la meta de nuestra vida, pone nuestros ojos en Dios mismo, Aquel en quien tenemos nuestro destino. Es una fiesta que debe ensancharnos el corazón por que al mirar a Dios, al contemplarle cara a cara, como decía el Apóstol San Juan, hacernos semejantes a Él porque lo veremos tal cual es, caemos en la cuenta de que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, no está sólo en el cielo. No es que Dios en el cielo esté rodeado de una cantidad infinita de ángeles, arcángeles, Tronos, Dominaciones, Potestades, etc… sino que parte de su gloria la tiene en sus hijos amados, predilectos, aquellos que, por la gracia, por la acción salvadora de Jesucristo y por la respuesta de una vida en fe y en obra, han sido santificados, han sido hechos partícipes de la santidad de Dios. Es innumerable la cantidad, como muy bien habla el libro del Apocalipsis, una cantidad que no se puede contar, una cantidad de hermanos y hermanas que son capaces de estar de pie delante del Trono y del Cordero con vestiduras blancas y palmas en las manos.

 

Claro que tenemos un gran error al mirar a los santos: el error está en verlos como muy allá, muy distante. Incluso nuestro lenguaje común nos traiciona cuando decimos que alguien es santo o un santito, nos referimos a que es alguien que tiene una conducta distinta, la mayoría de las veces distante también. Sin embargo, en este Año de la Fe deberíamos recuperar la imagen de la santidad.

 

En el cortejo de los santos están los Apóstoles, los Mártires, los Profetas, los Justos de la Antigua Alianza, también están los Confesores, los Pastores, las Vírgenes, los Consagrados y Consagradas, los Monjes, las Monjas y la cantidad inmensa de cristianos anónimos, de cristianos y cristianas, de padres de familia, de jóvenes y mayores, de personas como nosotros, como tú y como yo, personas normales, pues en caso de no ser normales sería una santidad fuera del plan de Dios. Los santos son gente normal, gente común, gente que ha tenido sangre en sus venas y no agua bendita, gente que ha luchado, que ha dudado, que ha sido tentada, que ha caído, que temblado, que se ha convertido, que se ha superado, que se ha vuelto a caer, que ha vivido todas las realidades que el ser humano puede vivir.

 

los santos, en un momento dado de su vida, se abrieron a la gracia de una manera total, si de golpe no, si progresivamente, hasta el punto en que se convirtieron en hombres y mujeres nuevos/as en Cristo, hombres y mujeres que vivieron según las Bienaventuranzas, el nuevo código del Nuevo Testamento. Fíjense: las Bienaventuranzas en todo momento habla de dichosos, felices, pero, a continuación ponen siempre una exigencia, una motivación, un hacer por parte de aquel que va a ser considerado dichoso.

 

En este Año de la Fe los santos son para nosotros aquellos que fueron aprendiendo a creer, fueron aprendiendo, y no es que rebajemos la santidad, todo lo contrario. Si le preguntáramos a cualquiera de los santos de nuestros altares o aquellos a los que pertenecen las reliquias que están en nuestro relicario, si preguntáramos a Santa Teresita: Teresita, ¿es verdad que eres una gran santa? Nos hubiera dicho que no. Cualquier santo nos respondería lo mismo. Los santos no tenían conciencia de ser santos, ellos tenían conciencia de que el amor de Dios  era lo más grande en su vida y de que Dios era lo más importante, sencillamente. Por lo tanto, vamos  no solamente a reactivar la fe, sino a recuperar la santidad, el anhelo de ser santos. Ser santos no es ponerse un título, es dejarse llenar de Dios, de su voluntad, de su amor, vivir con ese Dios que nos ama, con ese Dios que nos quiere para sí como hijos predilectos.

 

Otra tentación al hablar de la santidad y al pensar en ello es preguntarnos ¿para quién será eso? , ¿ a quién le corresponde esa llamada?: a todos, absolutamente a todos. Algunos estará pensando ¿y a mí? y a ti. Perdonen la expresión coloquial: de la llamada a la santidad no se escapa nadie, nadie. Con la mente negativa, manchada por el pecado, si pensamos que del pecado, del mal, del posible castigo no nos vamos a escapar, todos pecaron; pero ¿va a ser más fuerte el pecado que la gracia?, ¿va a ser más fuerte nuestra tentación y nuestras caídas que la misericordia y la acción salvadora de Dios?, ¿va a triunfar el Mal sobre el Bien? No. Dios, que lo puede todo, nos quiere vivos y en Él, nos quiere santos, como mínimo en proceso de santidad, no en proceso de canonización, eso vendrá más tarde, en proceso de santidad.

 

Llévense esto para la vida y verán que la gracia de Dios es más fuerte que nuestra debilidad. Con alegría y con gozo le damos hoy la mano a los santos del cielo que, en la Eucaristía, se unen a nosotros en este Misterio Redentor, aquí, comiendo su cuerpo y bebiendo su sangre tendremos la fuerza para, como ellos, caminar hacia la Jerusalén del Cielo.

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