Los santos: gente con
sangre en las venas y no agua bendita.
Homilía de la
Solemnidad de Todos los Santos
Padre Prior José María.
Queridos hermanos y queridas hermanas:
Nos encontramos celebrando una solemnidad grande donde las
haya; sin embargo, una solemnidad que, a nivel popular, no siempre se entiende
bien, no siempre se valora. Hay muchísimas personas que en este día de Todos
los Santos aprovechan para ir al cementerio y se confunde el día de Todos los
Santos con el de Todos los fieles difuntos, celebrado un día después.
La solemnidad de Todos los Santos no tiene nada que ver con
días de luto o con días de recuerdo o añoranza, ¡todo lo contrario! Este día
pone nuestros ojos en la meta de nuestra vida, pone nuestros ojos en Dios
mismo, Aquel en quien tenemos nuestro destino. Es una fiesta que debe
ensancharnos el corazón por que al mirar a Dios, al contemplarle cara a cara,
como decía el Apóstol San Juan, hacernos semejantes a Él porque lo veremos tal
cual es, caemos en la cuenta de que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, no está
sólo en el cielo. No es que Dios en el cielo esté rodeado de una cantidad
infinita de ángeles, arcángeles, Tronos, Dominaciones, Potestades, etc… sino
que parte de su gloria la tiene en sus hijos amados, predilectos, aquellos que,
por la gracia, por la acción salvadora de Jesucristo y por la respuesta de una
vida en fe y en obra, han sido santificados, han sido hechos partícipes de la
santidad de Dios. Es innumerable la cantidad, como muy bien habla el libro del
Apocalipsis, una cantidad que no se puede contar, una cantidad de hermanos y
hermanas que son capaces de estar de pie delante del Trono y del Cordero con
vestiduras blancas y palmas en las manos.
Claro que tenemos un gran error al mirar a los santos: el
error está en verlos como muy allá, muy distante. Incluso nuestro lenguaje
común nos traiciona cuando decimos que alguien es santo o un santito, nos
referimos a que es alguien que tiene una conducta distinta, la mayoría de las
veces distante también. Sin embargo, en este Año de la Fe deberíamos recuperar
la imagen de la santidad.
En el cortejo de los santos están los Apóstoles, los
Mártires, los Profetas, los Justos de la Antigua Alianza, también están los
Confesores, los Pastores, las Vírgenes, los Consagrados y Consagradas, los
Monjes, las Monjas y la cantidad inmensa de cristianos anónimos, de cristianos
y cristianas, de padres de familia, de jóvenes y mayores, de personas como
nosotros, como tú y como yo, personas normales, pues en caso de no ser normales
sería una santidad fuera del plan de Dios. Los santos son gente normal, gente
común, gente que ha tenido sangre en sus venas y no agua bendita, gente que ha
luchado, que ha dudado, que ha sido tentada, que ha caído, que temblado, que se
ha convertido, que se ha superado, que se ha vuelto a caer, que ha vivido todas
las realidades que el ser humano puede vivir.
los santos, en un momento dado de su vida, se abrieron a la
gracia de una manera total, si de golpe no, si progresivamente, hasta el punto
en que se convirtieron en hombres y mujeres nuevos/as en Cristo, hombres y
mujeres que vivieron según las Bienaventuranzas, el nuevo código del Nuevo
Testamento. Fíjense: las Bienaventuranzas en todo momento habla de dichosos,
felices, pero, a continuación ponen siempre una exigencia, una motivación, un
hacer por parte de aquel que va a ser considerado dichoso.
En este Año de la Fe los santos son para nosotros aquellos
que fueron aprendiendo a creer, fueron aprendiendo, y no es que rebajemos la
santidad, todo lo contrario. Si le preguntáramos a cualquiera de los santos de
nuestros altares o aquellos a los que pertenecen las reliquias que están en
nuestro relicario, si preguntáramos a Santa Teresita: Teresita, ¿es verdad que
eres una gran santa? Nos hubiera dicho que no. Cualquier santo nos respondería
lo mismo. Los santos no tenían conciencia de ser santos, ellos tenían
conciencia de que el amor de Dios era lo
más grande en su vida y de que Dios era lo más importante, sencillamente. Por
lo tanto, vamos no solamente a reactivar
la fe, sino a recuperar la santidad, el anhelo de ser santos. Ser santos no es
ponerse un título, es dejarse llenar de Dios, de su voluntad, de su amor, vivir
con ese Dios que nos ama, con ese Dios que nos quiere para sí como hijos
predilectos.
Otra tentación al hablar de la santidad y al pensar en ello
es preguntarnos ¿para quién será eso? , ¿ a quién le corresponde esa llamada?: a
todos, absolutamente a todos. Algunos estará pensando ¿y a mí? y a ti. Perdonen
la expresión coloquial: de la llamada a la santidad no se escapa nadie, nadie.
Con la mente negativa, manchada por el pecado, si pensamos que del pecado, del
mal, del posible castigo no nos vamos a escapar, todos pecaron; pero ¿va a ser
más fuerte el pecado que la gracia?, ¿va a ser más fuerte nuestra tentación y
nuestras caídas que la misericordia y la acción salvadora de Dios?, ¿va a
triunfar el Mal sobre el Bien? No. Dios, que lo puede todo, nos quiere vivos y
en Él, nos quiere santos, como mínimo en proceso de santidad, no en proceso de
canonización, eso vendrá más tarde, en proceso de santidad.
Llévense esto para la vida y verán que la gracia de Dios es
más fuerte que nuestra debilidad. Con alegría y con gozo le damos hoy la mano a
los santos del cielo que, en la Eucaristía, se unen a nosotros en este Misterio
Redentor, aquí, comiendo su cuerpo y bebiendo su sangre tendremos la fuerza
para, como ellos, caminar hacia la Jerusalén del Cielo.
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